Abelardo y Eloisa
RESUMEN DE LA OBRA: CIELO CAIDO “ABELARDO Y ELOISA”... PROF: FERNANDO JOSE PEÑA GOMEZ
Abelardo y Eloisa
A pesar estar bastante entrada la noche, aun se percibían desde la fría calleja los destellos de las veladoras, cómplices ellas y espectadoras mudas de todo cuanto se gestaba en letras, para unos heréticas, proféticas para otros, de las manos de Abelardo. Era natural para un estudioso de la verdad como él, darse a la tarea de proponer y pregonar por encima de cualquier cuestionamiento sus teorías y conclusiones.
El rasqueteo seco de su pluma se vio roto cuando, desde lejos, tras la pesada puerta de madera fina pero tosca, se oyeron los crujidos, que el adivinaba, venían de los peldaños de la escalera en caracol al final del corredor, producidos por los dispares pasos del hermano Pablo.
Hubiera preferido que se tratara de alguien más. Y más aún aquella noche, cuando se encontraba apenas a la mitad de redactar, en textos sencillos pero profundos, las cuartillas que pensaba repartir, tan pronto diera el alba, a los diferentes grupos de apoyo esparcidos por varios puntos de la ciudad y que esperaban aquel material para llevar sus nuevas ideas a quienes, por su justicia, como lo decía Abelardo, estuvieran preparados.
Con la agilidad de un gato, recogió los papeles y los guardó en el doble fondo, fabricado por él, de uno de los cajones de su escritorio. Apagó de un solo soplo el juego de veladoras que se posaban sobre este y se escurrió entre las cobijas esperando inmóvil que el hermano guardián diera por terminada su ronda por el corredor.
Sabía de memoria esta rutina que cada media hora se repetiría hasta la madrugada cuando debería tener listo su trabajo. Era imposible dejarlo inconcluso. Y de ser descubierto por el hermano Pablo todo el proyecto se iría al fondo. Se decía que su cojera, ya en broma, ya en serio, se debía a la disminución de sus carnes luego de cada denuncia malintencionada.
Una queja de Pablo y Abelardo sería expulsado del seminario y, aunque no pensaba permanecer allí más que una semanas, la desgracia caería a tal punto que se truncarían las fuentes que cimentaban su discurso.
Como era reconocido por su inteligencia y por su gran ilustración, le había sido encomendada la tarea de organizar y atender todo lo referente a la biblioteca y a sus archivos. Era un lugar poco frecuentado. De vez en cuando se veía allí tan solo a los más ancianos ensimismados en los pesados libros o dormitando sobre ellos.
Abelardo aprovechaba entonces tantos momentos como podía para descubrir los más interesantes documentos que reposaban ocultos desde tiempos olvidados. Fueron estos los causantes de que se generara en el también la rebeldía. ¿Cómo era posible, se preguntaba, que si no fuera por su condición de bibliotecario, jamás se hubiera enterado de los orígenes concretos de lo que en su era se enseñaba como dogmas y misterios?
Por fortuna para el, escenas como la del hermano Pablo fueron sorteadas positivamente. De este modo lograba que su objetivo alcanzara ecos no solo en su querida Francia. Más tarde pudo darse cuenta cómo su nombre llegó a ser mencionado en sitios que creía jamás llegaría a conocer en carne propia.
Esta gloria molestó más que a nadie al antiguo hermano Pablo. Sabiéndose burlado y echada por tierra la reputación de hombre estricto e invulnerable que fue cimentando tras la huida de Abelardo, decidió hacerlo caer en desgracia.
Para lograrlo, seduce a su tío Fulberto a que le presente a su sobrina Eloisa. Fulberto había seguido los pasos de Abelardo desde su entrada al convento y lo tenía muy en alto de manera que viendo con agrado la propuesta de Pablo, sella con el su acuerdo sin imaginar sus verdaderas intenciones.
Aquel matrimonio no dejaba de ser un acto de honor y de respeto. Sin embargo, era del conocimiento del hermano Pablo que para los intelectuales como Abelardo tal virtud no lo sería tanto. - ¿Cómo podría, un hombre como el, lidiar con las " inconveniencias " del hogar? - Se cuestionaba burlón Pablo.
Las urgencias de un embarazo, las gracias intemporales de los niños, las obligaciones hacia su compañera y hacia sus recintos harían de él la burla entre su medio y de sus propósitos, metas secundarias o por lo menos de alcances limitados y no tan eficaces.
Fue así como, después de terminar y vencer en uno de sus muchos debates intelectuales, es esperado por Fulberto. Con los brazos abiertos y una exagerada sonrisa en su rostro, con la mirada inquieta de Abelardo bajo la serenidad que conservaba desde su vida de seminarista, se lleva a cabo el encuentro.
Una inmensa cantidad de recuerdos, dudas, recriminaciones y preguntas desconfiadas se quedaron olvidadas en los labios semi-abiertos de Abelardo cuando al asomarse sobre el hombro del anciano sus ojos se fijaron sobre los destellos cristalinos y transparentes que brotaban de la mirada ausente de una joven. - Esta es Eloisa, mi sobrina - y diciendo esto, el satisfecho anciano dio por terminada su participación en el inicio ya imposible de detener de aquel idilio.
Sobre la mano de Eloisa el beso de Abelardo descubre un aroma superior al que empezaba a distinguir en los libros de amor que a fuerza devoraba.
Desde su escondrijo, brillaban los ojos del Hermano Pablo, inocente del torbellino que allí nacía. Observaba a la candorosa muchacha. Su frente caída, sus largos cabellos, el manto que ocultaba sus formas.
Desvanecida en cavilaciones para ella prohibidas, la blanca y joven Eloísa se esforzaba en retener las últimas palabras que de labios de Abelardo, durante su discurso, grabó como en ecos. Destellos de saber que también, a su modo, perseguía desde niña.
" Más allá de cualquier luz, penetrando la oscuridad aún a pleno sol, se encuentra el motor.
¿Mas, quién lo mueve? ¿Y quién a este? Y quién más que el mismo sabio, por serlo, agrede su ignorancia en celdas de castigo, latigado por su propio ego? "
Sin poder dominar su mirada, como llamada por el autor de tales preceptos, encuentra la de este quien por fin encuentra el origen del elíxir que lo mantiene ajeno a los halagos, palmoteos y vítores que sus discípulos y seguidores lanzaban con el afán de ser por el reconocido.
- Esta es Eloísa, mi sobrina - pronunció Fulberto. Como un susurro en la distancia llegaron estas palabras a oídos de Abelardo. Su respuesta fue el silencio
- Vive con nosotros - continuó el Abad - allá, en el convento. Posee… una gran inteligencia, pero es tan joven… y pensamos… pensé, que tu podrías aprovechar de ella. De su inteligencia. Y si quisieras venir con nosotros, oh! Abelardo, tuyo siempre lo ha sido, fue tu hogar y para no extendernos más, estaríamos complacidos con tu regreso. ¿Eh? Abelardo! ¿Lo Consientes? ¿Abelardo?
No sabiendo qué más decir y creyendo que sus palabras fueron dichas al desierto, miró con gesto incomprensivo al hermano Pablo quien desde su rincón tranquilizó al viejo con un guiño acompañado de curiosos saltitos disparejos. Sus manos se agitaban entrelazadas sobre su cabeza como señal de victoria.
Entre tanto, la pareja se había escurrido hasta el jardín. Se entabló, con la luz de la luna y las estrellas como testigo, la más amena charla. Se habló de la calidez de la pluma en la escritura, del manantial de hallazgos nuevos, de la fragancia empolvada de los libros, de la ternura amorfa de un poema, de la angustia de una rosa, de la semejanza del cosmos en un cuerpo, en una manos, en una caricia compartida, en un beso…
Para Abelardo fue fácil acostumbrarse a los cariños de su amada, a los furtivos encuentros en la cava, a llenar su vida a este nuevo placer que poco a poco extrañaban desde sus estancias los libros.
Pero soportar las impertinencias o la sola presencia del hermano Pablo y con el tiempo las insinuaciones conyugales del tío Fulberto, se fueron acumulando como un reto hasta el día en que, sin haber sido consultado, escuchó a la pareja de cómplices elaborar los preparativos nupciales. Gran pompa. Un festín. Multitud de gentes reputadas y algarabía a los cuatro vientos.
En una noche más de aquellas a hurtadillas, después de amar, de haberse convertido un experto en ello, su rostro pálido y su vino aun sin tocar dieron a entender a Eloísa que algo no andaba bien.
Ya habían discutido largamente y varias veces al calor del enfado incluso, lo perjudicial que significaba el involucrarse con ella en tan serios compromisos.
Comprendían entonces que aquella sería la última charla al respecto. Un par de lágrimas delataron lo que ya se intuía. Este sería el adiós temido por tanto tiempo.
- Tu Tío - susurró el amante arrojando en estas dos palabras todo su lamento.
- Lo se - Respondió Eloísa sin mirarlo.
- Yo… te amo - dijo el - y no quisiera que pensaras…
- Eso también lo se. Lo se y te respeto. Yo… también te amo.
Sin aguantar más su llanto, todos los temores de Eloísa dieron cauce y sobre el pecho de su amado se ahogaban sus palabras entre gemidos de veras elocuentes.
- Eloísa. Mi amor, este amor, nuestro secreto, ha sido el misterio que con el más grande y profundo placer he descifrado y descubierto. Mi vida sin ti es como el mar sin olas, o la historia sin los hechos. Viviré por ti y contigo hasta el abismo atado. Dame tu amor ante algún altar discreto. Y mantengamos de igual modo lo nuestro.
- Abelardo, escucha esto con calma. Soy mujer. Acepto tus bendiciones y ruego a Dios que se haga del modo que profesas. Soy mujer, te digo. Muy tuya, por cierto. Pero más mujer seré mañana cuando la semilla que me has dado sea tu fiel imagen y al correr de sus lustros tu heredero.
En un instante se arremolinaron en el futuro padre todo un mar de sentimientos. Un hijo. Tendrían que huir. Debido a la nueva presencia en el cuerpo de Eloísa no tendrían argumentos. Tendrían que escapar. Esconderse. Y sin vacilar propone a tan fiel compañera,
- Te internaré en un convento. Darás vida a nuestro sueño. Entre tanto, nuestro amor seguirá, con el, creciendo.
Bastaron esas últimas palabras para que, tras la puerta del sótano de conservas saliera corriendo sigiloso el hermano Pablo para contarle al tío las intenciones de Abelardo. Respeto cada palabra, pero no las dijo todas en su informe.
Dio tan solo cuenta de la resolución por parte de Abelardo de internar a Eloísa en un convento.
¿Cómo? - gruñó Fulberto - ¿Desprecia a mi sobrina? ¡Más parecería que ese granuja tuviera la cabeza atiborrada de excremento que de intelecto! ¡Basura! ¡Farsante! Con que mil amores hacia ella. ¡Bastardo! Mientras creíamos que sus citas eran de carne. Infesta el espíritu maternal de mi sobrina incitándola a parir rezos. Pues si no ha sabido enfrentar su hombría ese gusano, que renuncie a ella para siempre.
"¡Llama a los eunucos! Que venguen su frustración privando de su miembro a Abelardo. ¡Corre! No te quedes así, con cara de Pilatos. Corre y avísales si no quieres que tu cuerpo entero se convierta en el reflejo de tu pierna enferma. ¿No sientes el alcance de mi ira? ¡Anda! ¡Corre, te digo! "
En verdad sería absurdo contrariar al viejo. No era aquello lo que Pablo imaginaba, no. Tal perjuicio ya sería demasiado. Pero las palabras de Fulberto resonaban cada vez más fuerte. ¡Corre! Se decía al final a sí mismo el hermano Pablo. ¡Corre, corre!
Y como loco, puñal en mano con una fuerza incontenible, fue el, con sus propias manos, con la mirada fugitiva, con un "corre" resonando en su cabeza y atrapado en su garganta, quién ante un Abelardo horrorizado, ante una Eloísa encarnizada y luchando contra ella, contra sus uñas atravesando su pellejo, fue el mismo Pablo quien lleva a cabo el fatal fin de tan grotesco acto.
Silencio. Solo se escucha la risa agónica del hermano Pablo. Su arrítmico ascenso por las escaleras de caracol.
Silencio. La puerta lejana que guarda su lecho, un grito hacia el vacío, un golpe seco.
Silencio. Una procesión. Un llanto nuevo. Más dolor, el funeral de Fulberto.
El silencio de una madre en la ventana de un convento mirando siempre a lo lejos.
Y entre una multitud alabando el triunfo de Abelardo, su silencio.
 
HORA
 
NUESTRO LEMA
 
"PARA ENSEÑAR HAY QUE APRENDER,
Y PARA APRENDER HAY QUE ESTUDIAR"
 
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